Si calcular la cantidad exacta de datos que Internet contiene y genera es un imposible por el desorbitado alcance de toda esa cantidad de datos, imagínese qué supondría contener y generar todo eso pero en formato analógico. Ni siquiera en un primer estadio de la digitalización, cuando se trataba de lo digital no interconectado, habría sido sostenible una dinámica tal.
Lo internáutico ha hecho posible que más que nunca el saber no ocupe lugar. Lo cierto es que, hasta la plena apertura del ciberespacio, si bien el conocimiento no ocupaba de todos modos lugar en lo que a la propia mente humana concierne, sí lo ocupaba y mucho en las estanterías y demás lugares físicos en los que guardar piezas físicas de contenidos de información varia. Incluso los primeros años de plena apertura del ciberespacio se distinguieron por, en el caso específico de lo impreso, concebir que con las nuevas tecnologías no se iba a imprimir menos, sino más. El desarrollo de la nube, según ha continuado llevándose a cabo en las últimas décadas, ha derivado afortunadamente en una mayor costumbre de valorar lo puramente digital y telemático, favoreciendo aquello de, interpretándolo a tales efectos, que el saber no ocupa lugar y conllevando así un menor impacto medioambiental muy necesario.
Lejos de las concepciones decimonónicas que apuntaban a una conclusión del conocimiento, el siglo pasado terminó siendo uno de superproducción de información y conocimiento nuevos, con toda probabilidad en mayor grado que nunca antes en la historia en un período igual de tiempo. Seguir a ese ritmo reclamaba un tipo de tecnología para la que lo analógico ya no se ajustaba porque habría supuesto que o el ser humano paraba de generar conocimiento o provocaba un cataclismo para la naturaleza.
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