La aglutinación de Occidente y el conjunto del marco civilizacional de base cultural ortodoxa, especialmente Rusia, en lo que se suponía que era el primer mundo vino a ser lo que bien podría entenderse como un paso inicial hacia precisamente ese fin último que debía ser la disolución de diferencias entre primer, segundo y tercer mundo. En concreto, se diluían las diferencias entre el primero y segundo.
El ideal de los casos debiera haber conducido a que a estas alturas de la globalización la concordia entre el primer y antiguo segundo mundo se hubiese afianzado y nos estuviésemos dedicando de lleno a seguir limando diferencias pero ahora con el tercer mundo y que, así, pudiésemos vislumbrar una configuración del panorama mundial en que los países pobres estuviesen auténticamente cerca de compartir los estándares de bienestar primermundistas. Con el giro neoimperialista que Rusia ha dado en el plano internacional pretendiendo invadir Ucrania, todo ello queda afectado desastrosamente.
Una inconsciencia tal en el proceder del Kremlin no hace sino dañar la consecución de un mundo que podría estar muy cerca de que etiquetas como primer, segundo o tercer mundo quedasen desfasadas en pro de un bienestar global prácticamente consolidado. Por el momento, en cambio, hay que pararse a resolver las consecuencias que la demencia de la oligarquía rusa acarrea a Ucrania y al mundo entero.
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