Quizá parezca que referirse a un equilibrio entre realidad y virtualidad sea algo propio muy especialmente, casi de forma exclusiva, del contexto de hoy, en el que las experiencias inmersivas apuntan a causar un fuerte impacto en nuestras percepciones. No obstante, esto va mucho más allá.
Al asumir que, en efecto, la virtualidad, esa capacidad, y necesidad, de evocar otros espacios y realidades por no ser alcanzables fácilmente o en absoluto, no sólo se refiere a realidad virtual o similares, estamos en disposición de reconocerla incluso como una característica inherente al ser humano: característica por la que, en buena medida por lo menos, justo hemos desarrollado la creatividad a partir de la abstracción y el raciocinio, lo que en definitiva nos hace humanos. Así pues, bien podría el necesario equilibrio entre realidad y virtualidad identificarse como una constante en la historia de la humanidad.
Cierto es que las particularidades que las experiencias inmersivas plantean pueden a priori resultar tan atractivas por un lado como un tanto desconcertantes por otro, pero no supondrían, o no deberían suponer, mayor o mucha mayor readaptación comunicacional que las que en otros momentos de la historia han tenido que acometerse. Según tal readaptación se consolide y, en este sentido, se equilibren realidad y virtualidad, una mejor utilización de las tecnologías de la información y de la comunicación se hará seguramente más efectiva.
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