Los conflictos de línea de fractura como el que tristemente está azotando ahora a Ucrania se dan, en esencia, porque las fronteras de ciertos países no se corresponden exactamente con los límites de como mínimo dos determinadas civilizaciones. Tal circunstancia hace complejo, y conflictivo, definir a qué civilización o civilizaciones pertenecen esos países.
Igual que la disidencia rusa, la heroica Ucrania que tan admirablemente resistente y combativa se muestra contra Rusia es por lo común, cuando menos, afín a Occidente si no plenamente occidental; sin embargo, como país en su pleno conjunto, a la espera por supuesto de cómo quede finalmente tras la guerra, ¿Ucrania es asimismo por lo menos afín a Occidente?, ¿o lo es toda la nación salvo la parte eminentemente rusófona? Desde luego, la guerra no contribuye seguramente sino a polarizar posiciones; pero en cualquier caso, el buen ejemplo que Ucrania representa es el de un marco cultural que, de una u otra civilización, tiene nítidas aspiraciones racionales y demócratas.
Civilizacionalmente dentro o fuera de Occidente, Ucrania merece de todos modos un futuro de hermandad con el mundo occidental. Es lo mínimo que el racional y demócrata Occidente puede y debe hacer por un país que, a priori con tanta desventaja respecto a su agresor, no hace sino darnos una lección al mundo entero en cuanto a defensa a ultranza de los valores más elevados de la dignidad humana.
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