Conflictos como las guerras y similares sería deseable que por parte de todos los bandos en contienda se librasen, de entrada por lo menos, por medios estrictamente politicoeconómicos y sociales como los que Occidente aplica sobre Rusia, en vez de por medios propiamente armamentísticos militares típicos. En caso de que Rusia hubiese empezado por ahí, habría demostrado por lo menos que su clase dirigente conservaba todavía un poco de cordura y humanidad.
Habiendo empezado la contienda con Ucrania poniendo ya desde el mismo principio el acento en la acción militar convencional y hasta poniendo el énfasis en la posibilidad de recurrir al armamento nuclear, decididamente el Kremlin demuestra que procede bajo un prisma quizá civilizacional, pero civilizado ni de lejos en absoluto. Esta guerra, igual que el mundo en el que se enmarca, de hecho es civilizacional tal y como es propio de la configuración internacional surgida tras la Guerra Fría; no es, en cambio, una guerra, como en definitiva no lo es ninguna, civilizada; en este caso específico, porque no obedece la invasora Rusia a ningún atisbo de conducta precisamente civilizada que la lleve a tener como mínimo cierta consideración por las vidas humanas que su infamia fuese a llevarse por delante.
Poca alternativa le quedaba entonces a Ucrania más que tratar de defenderse por los mismos procedimientos ante Rusia. Dentro de la encrucijada que a Occidente esto le supone porque el riesgo atómico es patente, dar el máximo apoyo a Ucrania en todos los sentidos, el militar inclusive dentro de lo posible para evitar ese riesgo nuclear, era lo mínimo que podía y debía hacerse.
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