Era de esperar que en el mundo civilizacional siga resultando lamentablemente la conflictividad una constante como no ha dejado de serlo a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque lo deseable sería que la nueva etapa en la que tal mundo puede encuadrarse, la posmodernidad, hubiese sido lo contrario, la guerra provocada por Rusia contra Ucrania ha confirmado que esta etapa no ha podido escapar a lo calificable de triste norma histórica.
Que los efectos que en la actualidad esa conflictividad esperable tenga devengan lo más leves que sea posible, dentro de las desgracias ya acaecidas, pasa por el hecho de que las partes implicadas y en las que se ha concretado fuertemente tal conflictividad asuman que tienen que dar ejemplo de entendimiento civilizacional no sólo para el presente, sino para las generaciones venideras. Desde las partes más específica y directamente implicadas, Ucrania y Rusia, hasta las más general e indirectamente afectadas, Occidente y civilización de base ortodoxa, conseguir ese entendimiento permitirá vertebrar de nuevo un primer mundo tal y como creíamos conocerlo.
Cuestión aparte es que Rusia desee o no auténticamente pertenecer al primer mundo como se suponía que desde el fin de la Guerra Fría pertenecía. La propia naturaleza civilizacional del mundo actual, y puesto que esta concepción de un primer, tercer e incluso segundo mundo sería esencialmente occidental, puede seguir impulsando a Rusia, sobre todo en sus más altas esferas de poder si no cambian, a rechazar su asimilación o por lo menos cierto entendimiento respecto a Occidente.
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