Las civilizaciones no tienen, por supuesto, sólo elementos que las diferencian entre sí, también los tienen comunes y es en éstos en los que debiera ponerse el foco para encontrar mayores afinidades y entendimientos. Urge que esto se aplique entre la civilización occidental y la de base ortodoxa, más concretamente entre los países noratlánticos y el gran bloque de tradición ortodoxa que Rusia es.
No debiera resultar excesivamente difícil que países noratlánticos y Rusia, al fin y al cabo áreas civilizacionales diferentes pero de sólidos fundamentos culturales comunes, lleguen a entenderse sobre todo cuando se trata de dejar de perder vidas humanas por una absurda guerra emprendida por el Kremlin contra Ucrania. Tales fundamentos tan comunes entre Occidente y la gran área de base ortodoxa que es Rusia podían hacer prever, de hecho, que la probabilidad de profundo conflicto de línea de fractura y peligroso gran choque civilizacional fuese bastante remota entre estas zonas del planeta.
Se presuponía al fin y al cabo que, tras la Guerra Fría, ese conjunto territorial norplanetario que Occidente y Rusia constituyen quedaba configurado en lo que sería el primer mundo: ¿cómo iban entonces a ser precisamente tan supuestamente ejemplares naciones avanzadas las que protagonizasen esta tragedia que injustamente ha cobrado forma en Ucrania? Para desconcierto del mundo entero, la crudeza de lo que el pueblo ucraniano tiene que estar aún hoy padeciendo ha respondido a esta cuestión.
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